Nueva Constitución: Más cuidado con el desborde que con los bordes

Nicolás Ocaranza, historiador y vicerrector Académico de la U. Mayor, realiza columna de opinión en Ciper el 14 de noviembre 2022


En el contexto de crisis institucional que vive el país y desde la perspectiva de una historia democrática inestable, los resguardos del proceso constituyente deben atender tanto a los excesos como a las carencias, recuerda esta columna para CIPER: «Las expectativas que recaen sobre las nuevas constituciones son, en general, desmesuradas para el rol acotado que deben desempeñar. A la rechazada propuesta plebiscitada en septiembre de 2022, no solo se le asignaba una función salvacionista, sino que también se erigía como garante de una serie de derechos sociales que la política legislativa no ha podido, o no ha querido, resolver.»

El fracaso del proyecto de nueva Constitución, rechazada en el plebiscito del pasado 4 de septiembre por más del 60% de los votantes, no se explica por la falta de reglas en su proceso de redacción, sino por la desmesura de una Convención Constituyente que se mostró incapaz de regular su verborrea y pasiones políticas para llegar a acuerdos mínimos sobre los temas más relevantes para la ciudadanía. Paradojalmente, hoy el nuevo santo grial para revertir el fallido proceso constituyente son los llamados ‘bordes’; un neologismo que para ciertos iluminados reemplaza lo que comúnmente se conocería como reglas, marco regulatorio o encuadre (si es que la democracia fuera un paciente recostado en el diván).

Los resquemores de la negociación posplebiscitaria apuntaban a la no intervención de alguno de los tres poderes del Estado. Así, la solución consensuada entre los partidos políticos es un Comité Técnico de Admisibilidad, que arbitrará esos bordes y estará compuesto por juristas destacados en el ejercicio de sus profesiones y en el mundo académico. Sin embargo, estos juristas serán propuestos por la Cámara y ratificados por el Senado; es decir, aleja como una quimera aquello de la independencia y de la no intervención del poder Legislativo.

Si en la extinta Convención participaron precisamente juristas destacados profesional y académicamente (Atria, Bassa, Squella, Álvarez), ¿qué asegura que nuevos juristas de similares características tendrán éxito en conducir o supervisar un proceso que más que reglas necesita de sentido común?

Se cree, ingenuamente, que más reglas nos llevarán a un mejor puerto, y que, a mayor control del proceso, menor disrupción octubrista. Sin embargo, el problema es tanto político como de expectativas. Nuestra democracia está enferma, y sus síntomas son sus instituciones desacreditadas, parlamentarios que legislan a punta de consignas para obtener el aplauso fácil pensando más en la reelección que en el bien común, corrupción, movimientos sociales que actúan como horda primitiva, coaliciones que practican el canibalismo, y una permanente falta de acuerdo sobre el modelo de desarrollo a seguir para el futuro. Todos estos síntomas no son nuevos, sino más bien han sido constantes en nuestra historia de república independiente. Entre 1810 y 2022 Chile ha tenido siete constituciones y cuatro reglamentos constitucionales diferentes. Si distribuyéramos este número entre los 212 años de vida republicana, se podría decir que cambiamos nuestra carta magna cada 23,5 años, aproximadamente.

Si a eso sumamos otros factores —como los nueve Golpes de Estado, las cuatro guerras civiles, los doce cierres o disoluciones del Congreso—, vemos que la inestabilidad y la crisis de legitimidad institucional son problemas endémicos de nuestra historia política, y parte de un ADN que negamos permanentemente en el afán de mostrarnos al exterior como república ejemplar del vecindario latinoamericano. Como efecto, las expectativas que recaen sobre las nuevas constituciones son, en general, desmesuradas para el rol acotado que deben desempeñar. A la rechazada propuesta plebiscitada en septiembre de 2022, no solo se le asignaba una función salvacionista del «estallido social», sino que también se erigía como garante de una serie de derechos sociales que la política legislativa no ha podido, o no ha querido, resolver.

Las más antiguas y estables constituciones o cartas magnas del mundo son minimalistas (la de Estados Unidos tiene solo 7.500 palabras, la de Reino Unido, 3.500), fijan grandes directrices, protegen los derechos y las libertades frente a cualquier tipo de dominación, y establecen un sistema de frenos y contrapesos que regula las relaciones entre los poderes públicos.

Este nuevo proceso constituyente no debería depositar otra vez en la próxima Constitución todas las esperanzas para salir de una crisis política y social que requiere más sentido común y acuerdo político sobre los puntos en discordia que bordes y formalismos procedimentales. A fin de cuentas, la Constitución solo debe garantizar el marco sobre el cual se construye la sociedad que queremos, sus derechos y deberes; con el gran objetivo de vivir en una coexistencia libre y democrática perdurable en el tiempo.

Como lúcidamente escribió Gabriela Mistral, a veces olvidamos que, «nos llegó como al galope la democracia; no la jadeamos a la europea, en camino largo, sino que se nos puso delante bruscamente. Como que ella arribó en los caballos de los libertadores, agitada como la amazona, y la recibimos casi gratuitamente, no supimos que ella era una hija de razas viejas y experimentadas».

Nicolás Ocaranza, historiador y vicerrector Académico de la U. Mayor.