Que cincuenta años no es nada, que febril la mirada…

Dr. Nicolás Ocaranza, vicerrector académico U. Mayor escribe columna de opinión en El Mostrador el 10 de septiembre. 


La historia no busca reavivar viejas llamas de odio, sino recordar para aprender, para prevenir que el horror, el odio y la división se repitan, como lo entendían los clásicos al relatar a las nuevas generaciones los episodios más traumáticos de las guerras.

Cuando se avecina la conmemoración de los 50 años del 11/09/1973 las sombras del pasado regresan para confrontarnos con la realidad de nuestras heridas históricas. Los países que alguna vez se vieron envueltos en sombríos capítulos de dictaduras y violaciones a los derechos humanos reviven en la memoria colectiva el horror y deben enfrentar la tensión del negacionismo y el resentimiento. Es en este renacer de los recuerdos donde se levanta un dilema existencial que puede unir o dividir aún más a la nación: ¿cómo trascender el resentimiento y sanar las profundas cicatrices que las dictaduras dejaron en la sociedad?

El camino hacia la reconciliación y superación de traumas parece una travesía imposible, pero enfrentar el pasado -con todos sus matices-, es un paso esencial.

Chile, país que sufrió bajo la opresión del régimen de Augusto Pinochet innumerables atrocidades cometidas bajo la impunidad de quien controla de manera absoluta el aparato estatal suprimiendo las libertades individuales, vive aún bajo ese dilema, a pesar de que gracias del esfuerzo y coraje de muchos ciudadanos y políticos honorables que buscaron la verdad como un camino hacia la reconciliación nacional.

Los informes de las comisiones Rettig y Valech, tuvieron como horizonte trazar posibles caminos a la verdad y sus relatos conmovieron a quienes no creían en la veracidad del horror como si de una fábula apócrifa se tratara. Con esa búsqueda de la verdad, aunque fuera parcial, Chile ha enfrentado desde el retorno a la democracia las oscuras sombras de su pasado y ha tejido una red de memoria colectiva, recordando a las miles de víctimas que perdieron sus vidas y su libertad.

Sin embargo, este proceso no ha sido sin dificultades, y como bien lo ha demostrado el historiador Marc Ferro, al analizar la relación entre el resentimiento y las revoluciones, las guerras y las grandes periodos de crisis económica en la historia de la humanidad, todo resentimiento nace de un sufrimiento y las naciones se convierten en repositorios de resentimientos cuando el trauma y la humillación no sufre -ahora a la inversa- una reparación.

El camino avanzado durante los años 1990 y 2000, se ve ahora detenido por el resentimiento, que se ha convertido en un feroz adversario, un veneno que paraliza los avances hacia una sociedad más justa y unida. Enceguecidos por la dificultad de alcanzar una justicia absoluta que opaque el horror y que se mantiene lejana para muchas familias que aún buscan la verdad sobre sus seres queridos desaparecidos en dictadura, algunos sectores políticos e individuos se aferran a la rabia, dejando poco espacio para la curación. El dolor cuando se transforma en resentimiento perpetúa el ciclo de violencia y retribución, impidiendo que las futuras generaciones puedan mirar al pasado sin revivir el trauma de las generaciones precedentes, no para omitir u olvidar, sino para poder tejer un relato sobre el quiebre de la democracia desde la cohesión, mirando a un pasado que hoy no vemos donde sí tuvimos momentos de equilibrio, de respeto por los derechos humanos y de coexistencia pacífica a pesar de las diferencias políticas y los proyectos de sociedad en debate.

Para salir del laberinto del resentimiento, es crucial aprender de las lecciones de la historia. Alemania es un ejemplo sobresaliente de cómo confrontar el pasado puede ser un puente hacia el futuro. Luego de la Segunda Guerra Mundial, Alemania se vio obligada a enfrentar su responsabilidad en el Holocausto y buscar la reconciliación con las naciones afectadas. La memoria colectiva alemana, forjada en la vergüenza y la empatía, allanó el camino hacia la reconstrucción de una sociedad más inclusiva.

En nuestro viaje por la memoria colectiva, debemos comprender que no hay un camino único hacia la sanación. Cada país, con su historia única y sus heridas profundas, debe encontrar su propia senda hacia la reconciliación. Desde Sudáfrica, que optó por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, hasta España, cuyas cicatrices de la Guerra Civil siguen latentes, cada experiencia ilustra la complejidad de la lucha por la verdad y la justicia, pero es también un esfuerzo individual y colectivo para iluminar un mejor futuro libre de los errores del pasado.

No obstante, el poder de la memoria colectiva, que si bien a veces es una llama de esperanza en la oscuridad, también cuando es invocada desde el resentimiento bloquea la posibilidad de mirar al pasado con sus luces y sombras. El desafío radica en evitar que el resentimiento se convierta en un callejón sin salida y que la memoria domine la historia.

La historia no busca reavivar viejas llamas de odio, sino recordar para aprender, para prevenir que el horror, el odio y la división se repitan, como lo entendían los clásicos al relatar a las nuevas generaciones los episodios más traumáticos de las guerras. Solo cuando entendamos que superar los traumas no significa olvidar, sino construir un futuro mejor, podremos enfrentar con valentía el legado de las dictaduras y transformar las heridas en oportunidades de crecimiento. La pregunta que aún no toma lugar en esa nuestra colectiva es si estamos dispuestos a asumir que el quiebre de la democracia y de la convivencia cívica en Chile fue también responsabilidad de quienes hoy reifican el pasado previo al 11/09/1973.

En este camino hacia una democracia moderada y sin resentimiento es fundamental el papel de la educación histórica y el valor de la convivencia cívica, temas que hoy también se han visto extremados por posiciones maximalistas y negacionistas. Las nuevas generaciones deben aprender sobre su pasado y comprender la responsabilidad de las generaciones anteriores en la construcción de una sociedad que después de una gran fractura pudo reconstruirse a partir del valor de la paz y la tolerancia.

El pasado no puede ser cambiado, pero el modo en que enfrentamos sus huellas determinará si continuamos perpetuando el dolor a través del resentimiento o si finalmente nos liberamos de él para crecer como una sociedad resiliente capaz de construir una democracia saludable para las nuevas generaciones.

Dr. Nicolás Ocaranza, vicerrector académico Universidad Mayor