100 años de Edgar Morin, el pensamiento de la complejidad

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Columna de opinión publicada por El Quinto Poder el 2 de julio de 2021


Edgar Morín -uno de los mayores filósofos del mundo contemporáneo, el filósofo francés de la complejidad- cumple 100 años. Desde su “refugio” contra el coronavirus, en la calle Jean-Jacques Rousseau de Montpellier, advierte que las certezas de la poderosa civilización contemporánea parecen desmoronarse ante una crisis previsible causada por un organismo microscópico y, agrega, que las carencias de la forma de pensar, aunadas a la hegemonía incuestionable de una sed desenfrenada de lucro, son responsables de innumerables desastres humanos, incluidos los que ocurren a partir de febrero de 2020. “Es una tragedia, subraya, que el pensamiento fragmentario y reduccionista rija de manera suprema en nuestra civilización y prevalezca en las decisiones en materia política y económica”.

Justamente, porque en el complejo mundo en que vivimos, con un despertar de conflictos sociales que recorre un planeta donde se ha impuesto una globalización sin solidaridad y donde aún prevalecen instrumentos teóricos y políticos incapaces de leer la realidad acelerada del mundo de hoy, es necesario volver a Morín y releer su teoría del pensamiento complejo.

En la era global e incierta, cambiante, donde “todo lo sólido se evapora en el aire”, como preveía Marx que era una característica de la modernidad, es indispensable revelar la naturaleza compleja de los fenómenos. La ética de la complejidad asume que los seres humanos somos solo una parte de un sistema más general con el cual debemos actuar en armonía y, por ende, busca realizar los valores de la libertad, la democracia y la igualdad en este otro escenario, que requiere de una lógica integrativa cosmopolita, universal, que integre los saberes y la relación entre el objeto y la cambiante subjetividad de las personas.

La realidad compleja del siglo XXI, post moderna, requiere de un tipo de pensamiento que supere la simplicidad, lo lineal, el determinismo, la separación del conocimiento científico y filosófico que ha caracterizado el racionalismo dominante a partir de los paradigmas cartesianos que han buscado explicar la realidad ordenándola, dominándola, separándola del sujeto pensante.

 

En el plano de la Ciencias Sociales, este principio propone un “enfoque sistémico” -ningún objeto o acontecimiento está aislado sino que aparece dentro de un sistema complejo con una gama de relaciones con otros objetos internos o externos- y la investigación multidimensional, impulsada por Edgar Morín que instala la lógica del pensamiento complejo, es una epistemología de la complejidad, para leer y abordar la nueva realidad. Es la interacción entre seres humanos y entre seres humanos y medio ambiente que tienen lazos biológicos, económicos, espirituales, políticos, culturales, y es ello lo que permite comprender el lugar que nuestro lugar y el papel en el universo.

El pensamiento de René Descartes, el gran filósofo, matemático y físico francés del siglo XVI y XVII, padre de la filosofía moderna, implicó un salto en el avance de la ciencia y de la reflexión filosófica, dado que transformó su máxima “pienso luego existo” en un método inspirado en las matemáticas que instala el racionalismo, supera y reemplaza definitivamente el silogismo aristotélico dominante durante toda la Edad Media y busca establecer, a través de ello, algo firme, duradero, en la filosofía a través de reglas fijas que lo regularan, de un verdadero dualismo sustancial que ha sido predominante en el pensamiento moderno hasta nuestros días. Ello significó dejar atrás también el conocimiento dominado por la teología y afirmó el pensamiento basado en la ciencia, en lo demostrable, en la racionalidad.

Tanto el iluminismo, que inspira la revolución liberal, como la propia elaboración de Marx, que buscaba construir una ciencia de la historia basada en las leyes de las ciencias exactas, conducen a un determinismo que, basado en la economía y en especial en el carácter de las relaciones de producción, que son para Marx la base científica de su teoría, subordina la subjetividad, las ideas, las instituciones, toda la superestructura de la sociedad, al carácter de las relaciones económicas que debían motivar la acción de los sujetos, de las clases principales de cada sistema.

Gramsci y los marxistas revisionistas del siglo XX –en abierta oposición al materialismo histórico y dialéctico creado a partir de la Revolución de Octubre– liberan las ideas de ese dominio absoluto, terminando con el determinismo de Marx, y le entregan a las ideas una capacidad autónoma para construir en la sociedad y en el pensamiento, en la cultura, los momentos hegemónicos que determinan el nuevo carácter que asume el Estado expansivo del siglo XX que ya no es reflejo de los intereses de una sola clase sino de una contraposición ideológica que se da en el seno de la sociedad. Sin embargo, este pensamiento está también dentro de la racionalidad de la modernidad y de los enfoques utilitaristas, mecánicos, a los cuales se recurre para fundamentarla y que han atravesado el pensamiento de Descartes, Bacon, Marx, y que ha predominado en el ambiente científico y en la propia filosofía.

Descartes, o Renatus Cartesius en latín, formuló el paradigma que ha dominado la historia occidental y ha establecido una supremacía a partir del siglo XVIII y hasta nuestros días. Una de las consecuencias del paradigma cartesiano, nos dice Morín, reside en la disyucción del objeto–sujeto, construidos en dos dominios separados: objetividad y ciencia de un lado, subjetividad y reflexión del otro. Se construye, por tanto, un paradigma excluyente, disyuctivo de la realidad que elimina las dualidades lo cual produce una separación radical de hombre y mundo.

El paradigma cartesiano determinó en estos siglos, en sus diversas lecturas tanto espiritualistas como materialistas, todas las prácticas sociales de occidente, a partir de un modelo de disyucción y de reducción, e influyó determinantemente en los modelos de acción comunicativa que determina la autonomía del sujeto y de su subjetividad. Lo hizo a través de una lógica de comunicación=emisión que fija las palabras o las imágenes.

El pensamiento “disyuntor”, como le llama Edgar Morín, aisló el conocimiento científico, separó la física, la biología de las ciencias humanas e impidió la conjunción de lo uno y lo múltiple, del alma y del cuerpo, del espíritu y la materia, de la cualidad y la cantidad, del sentimiento y de la razón, del orden y la crisis. Transformó estos conceptos en enemigos que construyen una realidad de manera separada. Nos ha hecho pensar que el mundo es tan solo una suma de las partes y no, como sostiene Morín, un conjunto complejo de elementos en constante interacción.

El racionalismo, aún en su enorme aporte para explicar los fenómenos de la sociedad y del pensamiento a partir de lo demostrable, subordina el resto de los fenómenos, ignorando lo que hoy es evidente: que la realidad encierra en sí misma no solo una contradicción resolvible a través del pensamiento dialéctico y de su síntesis, sino una multiplicidad de fenómenos que deben ser leída por un pensamiento integrador donde subjetividad y objetividad, sentimiento y razón, existencia y esencia, interactúen, dialoguen y establezcan la supremacía de la diversidad sin renunciar a la unidad, sin separar el objeto, que es lo científico en el pensamiento simple, de la subjetividad, “del ambiente en que se desenvuelve, de la mirada del observador de la cosa observada”, como explica la filósofo e investigadora en antropología y ética argentina Lucía Solís, estudiosa del pensamiento de Edgar Morin.

Es ello lo que lleva a Morín a sostener que la visión del pensamiento simple, lineal, unidimensional, “es incapaz de concebir la complejidad de la realidad antropo-social, en su microdimensión, el individuo, y en su macro dimensión, la humanidad toda…”.

Morin agrega algo sustantivo para entender los límites del pensamiento unilateral, simple: “La antigua patología del pensamiento daba una vida independiente de los mitos y a los dioses que creaba. La patología moderna del espíritu está en la hiper simplificación que ciega a la que tiene por misión traducir, y se toma como única realidad. La patología de la idea está en el idealismo, en donde la idea oculta la realidad que tiene por misión traducir y se transforma en única realidad. La enfermedad de la teoría está en el doctrinarismo y en el dogmatismo que cierran a la teoría sobre ella misma y la petrifican. La patología de la razón es el racionalización, que encierra a lo real en un sistema de ideas coherentes, pero parcial y unilateral y que no sabe que una parte de lo real es irracionalizable, ni que la racionalidad tiene por misión dialogar con la irracionalidad”.

El ideal científico, la racionalidad como pensamiento dominante, concibe el universo como algo perfecto, como una máquina perfecta que se basta a sí misma. Sin embargo, desconoce que cada ser tiene una multiplicidad de identidades, de fantasmas y sueños, que no son explicables a través de un pensamiento lineal, y que a la vez es reductivo porque no logra percibir que lo uno puede ser a la vez lo múltiple dado que mantiene separados ambos fenómenos.

Es a partir de estos límites y de las tragedias a las cuales ha conducido la separación del conocimiento y la forma lineal del pensamiento es que a fines de los años 60, a partir de los nuevos conocimientos derivados de la teoría de la información, de la Cibernética y de la Teoría de Sistemas, que el filósofo francés Edgar Morín, con el aporte primordial de Ilya Prigogine que elabora la visión filosófica cosmovisiva, la ecología dura, expone la teoría del pensamiento complejo que no niega ni elimina o subsume el pensamiento simple sino que lo integra superando el reduccionismo y abriendo la posibilidad de interpretar la realizada a partir de las interactuaciones que en ella existen.

Como lo recuerda Lucía Solis, el hombre es un ser biológico y cultural a la vez, el ser como sujeto es autónomo, pero a la vez dependiente, el pensamiento de la simplicidad distancia ambas realidades, no las integra ya que lo que busca es establecer el orden de la ley única, ordenar el universo en un esquema racionalmente demostrable aunque la realidad muestre que no es necesariamente armónica, que está compuesta de armonía y desarmonía y que ambos aspectos no pueden ser separados o unificados en clave reductiva.

En su clave de lectura el pensamiento complejo considera al mundo empírico, pero también la incertidumbre, la falta de certezas, la imposibilidad de concebir un orden absoluto, que es parte de la realidad compleja que vivimos, y supera la visión de la simplicidad de que la contradicción representa inequívocamente un error. Justamente, superar el determinismo de esta lógica es lo que permite concebir la contradicción como algo que forma parte de esta realidad.

Como señala Morín “la totalidad es la no verdad”. Esto implica que, al leer la realidad de este mundo y de estos sujetos, no podemos escapar de la incertidumbre porque la pretensión del saber total, de las leyes que lo engloban todo y lo ordenan sistemáticamente, es imposible. Todo, por tanto, para el pensamiento complejo, es multidimensional y no admite separaciones o subordinaciones arbitrarias aunque estas se hagan en nombre de las leyes científicas especialmente en la realidad social.

Lo explica bien Lucía Solis al señalar que “la racionalidad es el diálogo incesante entre nuestro espíritu, que crea las estructuras lógicas y el mundo al que aplica esas estructuras y con el que dialoga”. Por ello, la verdadera conclusión es que cuando el mundo real no corresponde a nuestra estructuras lógicas hay dos caminos: uno el de negar la realidad y afirmar la lógica ideologizada y determinista o, dos, admitir que nuestro sistema lógico es insuficiente para abarcar la realidad y que se requiere cambiarlo renunciando a encerrar a la realidad compleja en un sistema perfectamente coherente porque la realidad misma no es coherente.

Edgar Morín sostiene la necesidad de utilizar macro-conceptos que nacen más del núcleo que de las fronteras de los fenómenos, dado que las fronteras son borrosas. Para ello establece, entre otros, tres principios esenciales que permiten pensar la complejidad: el primero es el principio dialógico, que asocia dos conceptos complementarios y antagonistas que permite mantener la dualidad en el contexto de la unidad. El segundo, es el de la recursividad organizacional, es decir, recursivo es aquello que permite mirar los objetos y sus efectos como causa, “productores de aquello que los producen”, sintetiza Lucía Solís, porque una vez que somos producidos nos convertimos en productores, la sociedad misma retractúa sobre los individuos y los produce, destacando con ello la formación cultural y la empírica social que ello implica. El tercero, es el principio hologramático, que permite disponer de la información del objeto, determina que no solo la parte está en el todo sino que el todo está en la parte, superando el reduccionismo que ve solo las partes y el holismo que percibe solo el todo. Ello implica, especialmente en la relación antropo-social, que resulta implícitamente compleja, que la sociedad entra en cada uno de nosotros y que por tanto el pensamiento debe abordar esta relación integrando al objeto y el sujeto, en la observación y en la concepción.

A ellos agregó el principio de la autonomía–dependencia, como fenómenos duales, que afirma que todo ser vivo desarrollan su autonomía en dependencia del ambiente y los seres humanos de su cultura.

Por tanto, el paradigma de la complejidad, más allá del paradigma cartesiano dominante, genera nuevos conceptos, un verdadero léxico de la complejidad. Morin señala como resumen de su propio pensamiento: “Unamos la causa y el efecto, el efecto volverá sobre la causa, por retroalimentación, el producto será también productor. Vamos a distinguir estas nociones y las haremos juntarse al mismo tiempo. Vamos a reunir lo uno y lo múltiple, los uniremos, pero lo múltiple será, asimismo, parte de lo uno. El principio de la complejidad, de alguna manera, se fundará sobre la predominancia de la conjunción compleja…”.

De esta forma, se constituye también otra percepción de la acción comunicativa compleja, la comunicación dialógica, que requiere el reconocimiento del otro que deja de ser simple receptor. La comunicación dialógica compleja establece un tipo de interacción comunicativa que distingue entre oír y escuchar que son fenómenos distintos. El primero es un fenómeno fisiológico, el segundo es un fenómeno cognitivo, social. El receptor nunca deja de ser emisor y viceversa, lo cual implica el reconocimiento de la legitimidad del otro y de su rol como base del diálogo.

Deja, con la interacción comunicativa, por tanto, de existir el sujeto de la certeza, que ya no puede creer poseer una verdad establecida, ni una unidad del sentido ni menos certeza de la interpretación que el otro hará de su discurso.

Esto implica, por ejemplo, que en política se debe operar con el pensamiento complejo que trabaje con y contra lo incierto a la vez, y no como fenómenos completamente separados ya que ello impide explicar la realidad tal como es y, por tanto, conduce a una falsa conclusión, a una visión mutilante de la propia realidad que no es vista en toda su integradora complejidad y que, por ende, conduce a acciones mutilantes, a una simplificación que impide ver los fenómenos en su globalidad y con todos los elementos que la componen. La política racional busca el orden como categoría, lo complejo contempla el orden pero también el desorden, las crisis, desde donde nacen oportunidades nuevas que permiten cambiar la realidad constantemente.

Antonio Leal
Sociólogo
Doctor en Filosofía
Post Doctor en Pensamiento Complejo
Director de la Escuela de Sociología
U. Mayor