Me da miedo envejecer

Dominique Karahanian, psicóloga y académica U. Mayor, Ritmomedia.io, 22 de noviembre de 2022


La primera semana de noviembre cumplí 45 años. Ese día me sentí triste y recién con el correr de los días, comprendí qué me estaba pasando.

La verdad nunca imaginé que iba a cumplir 45. Cuando era más chica, pensaba que a esta edad sería una señora con peinado de peluquería, pollera escocesa, taco alto y que estaría perfectamente maquillada. Que tendría la vida resuelta. Que no habría preguntas, sino más bien sólo respuestas: certezas y claridad sobre cómo sería mi mundo. Nada de eso ha ocurrido aún.

Tengo 45 y me doy cuenta que ya no tengo la energía de los 30. Ahora elijo con pinzas las actividades para hacer el fin de semana. Priorizo mi sueño para lograr dormir las ocho horas recomendadas. Trato de alimentarme sanamente, porque desde hace algunos años, hay comidas que me caen mal y me pasan la cuenta. No tengo la misma concentración de antes, y estoy más consciente de la importancia de la actividad física. La hago algunos días a la semana, ya no por mero placer o por estética, sino porque es mi apuesta con la vejez: para ser autovalente y lograr abrocharme los zapatos de manera autónoma.

En esos días de cumpleaños, me comprometí a escribir esta columna para entender un poco más este sentimiento, y apareció casi de inmediato el concepto de edadismo que la OMS define como: la discriminación por motivos de edad que abarca los estereotipos y la discriminación contra personas o grupos de personas debido a su edad. Puede tomar muchas formas, como actitudes prejuiciosas, prácticas discriminatorias o políticas y prácticas institucionales que perpetúan estas creencias estereotipadas.

¿Qué pensamos de los viejos? O más bien, ¿Qué pienso yo de mi propio envejecimiento? ¿Cómo es que aparece la vejez en nuestra cultura? ¿Quiero llegar a ser vieja?

A pesar que he dejado crecer mis canas naturalmente y, a priori, no haría intervenciones en mi cara, debo admitir que me da pánico envejecer. Y ojo, que no es tanto por las arrugas, la menopausia o la pésima jubilación. Me da miedo convertirme en una vieja en una sociedad que esconde a los viejos en casas de reposo. Donde se los infantiliza y se les habla hasta el cansancio con diminutivos. Me genera rechazo imaginar que gente joven va a descalificar lo que opino, y peor aún, va a considerar que tiene que dictarme lo que tengo que pensar. Darme cuenta que voy a necesitar el apoyo constante de otro y que me digan mejor lo hago yo. Es el asunto de la pérdida de autonomía, incluso sobre mi cognición.

Tengo miedo a cansarme y permitir que otros piensen por mí. Tengo miedo a dejar de ser la que construí durante mi existencia.

Cumplí 45 años y vislumbré lo que se viene: un mundo que concibe la vejez de manera condescendiente y que está lleno de estereotipos y prejuicios.

Se cree que una persona mayor es una “abuelita” siempre disponible y con las manos abiertas para recibir cuando los otros quieran o tengan tiempo. Es alguien que no tiene privacidad y de quién puedes escudriñar en sus recuerdos y revisar sus secretos como si fueran públicos.

Afortunadamente, las cosas han ido cambiando lentamente. Recuerdo cuando vi los Puentes de Madison en los noventa, y no podía creer que Clint Eastwood tuviera deseo sexual. Ahí entendí que las personas mayores sí lo tienen, como también se pueden enamorar y generar vínculos amorosos. Esas representaciones nos permiten tener un acercamiento más positivo con ese período de la vida.

Tímidamente me he ido acercando a ejemplos de vejeces que a mis ojos son esperanzadoras e inspiradoras, como la de Joan Didion, una mujer perfectamente lúcida en sus reflexiones hasta el fin de sus días. Pienso en Humberto Maturana que, octogenario, siguió desafiándonos con su pensamiento. En Siri Husvedt, de 67 años, que me hace explotar la cabeza con sus postulados. En Ana María Zlachevsky, mi maestra, quien a sus casi 80 años, generosamente me invita a discutir y reflexionar sobre el estado del arte de la Psicología. Y en cada una de las personas mayores que me enseñan día a día que, hasta el último respiro, vale la pena estar y co-construir un mundo más amable.

Cumplí 45 y me di cuenta que ya no soy joven y que esa vieja que imaginé, está a la vuelta de la esquina, guiñandome un ojo, invitándome a soltar la idealización de la juventud. El día de mi cumpleaños me hice una promesa: me encargaré de ser la vieja que quiero ser. Con sus luces y sombras. Una vieja que vivió.

Dominique Karahanian, psicóloga y académica U. Mayor.